Una especie de réquiem sobre los muertos del estallido, la búsqueda del sonido espectral o la música como herramienta inherentemente política, son aspectos que conversamos con el compositor nacional en este número dedicado a la revuelta.
Una especie de réquiem sobre los muertos del estallido, la búsqueda del sonido espectral o la música como herramienta inherentemente política, son aspectos que conversamos con el compositor nacional en este número dedicado a la revuelta.
Por Sebastián Herrera
Dicen que nadie lo oyó venir, pero lo cierto es que hace poco más de un año estalló todo. De pronto, la monotonía y supuesto orden de la vida se vieron irrumpidos. Los años del simulacro de calma y normalidad se acabaron, el tiempo de reivindicaciones y proclamas digitales se terminó y las incendiarias efemérides de nuestra cartografía nacional se transformaron en una constante de las calles. ¿Fue posible prever esto?
Pocos meses antes del estallido, los héroes seguían siendo los mismos, los puntos neurálgicos del descontento seguían en los márgenes, las proclamas parecían ser las de siempre, el malestar aparentemente se masticaba, si bien, no se lograba tragar del todo, al menos se regurgitaba. Sin embargo, algo ocurrió. Los 30 pesos en el alza del Metro de Santiago se transformaron en un símbolo: 30 pesos = 30 años.
Tras el encarecimiento del pasaje, realizado el 6 de octubre del 2019, comenzó un movimiento estudiantil que llamó a evadir los torniquetes. Doce días más tarde la explosión fue inminente. Ese estallido hoy nos tiene en pleno proceso constituyente, en vías de que la transición a la democracia deje su condición de promesa, que la dictadura y sus vestigios comiencen a ser, lentamente, parte de una historia oscura que quedará en ese rincón, también oscuro, de esta larga y angosta faja de sangre de los caídos.
Hoy vivimos en la acción. Pero, luego de un año, también es momento de conmemorar lo ocurrido. Pérdidas oculares, muertes, violaciones a los Derechos Humanos. Lo que hoy se consiguió, no fue gratis, ni el resultado de un diálogo fluido. ¿Qué hacer que ya no se haya hecho? ¿De qué modo indagar este ineludible tema? ¿Cómo la música y el sonido puede entablar algún tipo de conversación sin que parezca naif? No lo sabemos, pero -al menos- lo intentaremos.
“Tomemos la palabra estallido y, en definitiva, cualquier sonido que golpee fuerte y luego se disipe”, comienza diciendo el compositor, músico, artista y traductor nacional, Sebastián Jatz, “nuestra primera reacción no tiene que ver con sus cualidades estéticas o sus significados, si no con una pregunta más esencial y por lo mismo, más inmediata: ¿qué fue eso? ¿Qué pasó? En su definición, un estallido es un estrépito o un ruido extraordinario, algo se revienta en astillas y eso implica una incisión con algún grado de violencia en nuestra realidad, un sonido que nos ‘levanta de nuestros asientos’. El primer día del estallido quedé estupefacto. Al día siguiente estaba en la calle sumándome al fragor”, explica.
Si por algo estamos hablando con Jatz tiene que ver por una especie de conocimiento espectral del sonido. No por nada es el traductor de la trilogía de conversaciones de John Cage (Music, Visual Arts y Words), todas editadas por Metales Pesados. Para hacerlo se necesita cierta relación con la nada, el silencio, con el carácter en suspenso de la violencia: la palabra que violentamente irrumpe la hoja en blanco o el sonido que irrumpe la atmósfera. En sus poemas, como los de Indeterminación (los dos tomos publicados por la editorial trasandina Zindo & Gafuri), Cage anota algo no menos relevante: “No tengo nada que decir y lo estoy diciendo y esto no es poesía como la que necesito”. “Lo poesía debe apropiarse del silencio”, anota el traductor de ambos ejemplares, Patricio Grinber, en una apropiación que bien conocemos desde el 18 de octubre: “me llamaron la atención dos fases completamente opuestas que se sucedieron entre el estallido y la pandemia. Me atrevería a decir que la ciudad nunca había sostenido tantos decibeles como durante los meses del estallido, sospecho que nunca habíamos retumbado esta geografía con tanta intensidad. Y luego, de manera casi inmediata, sin pasos graduales, nos vimos envueltos en un silencio sepulcral, no solo por la proximidad de la muerte viral, sino por la restitución de un silencio nocturno de calles vacías, sin el zumbido de los motores, con ventanas y puertas bien cerradas, similar a lo que debe haber sido el sonido de la ciudad durante la colonia. El contraste entre dos tiempos y dos intensidades tan opuestas, como las dos caras de la realidad audible, seguramente debe haber provocado algo en las personas. Los animales sin duda lo notaron rápidamente y los hizo aventurarse más allá de sus zonas acostumbradas. No veo por qué debería ser distinto para nosotros”, reflexiona Sebastián.
Ese grado de atención en la palabra y su sonido es, en gran medida, lo que ha hecho Jatz en su carrera, desde intervenciones sonoras en espacios públicos, creación de atmosferas, resignificación de espacios y buscar la música en esas esquirlas que los símbolos parecen dejar en el ambiente. Como a todos, lo que ocurrió en Chile fue algo que apareció “sin previo aviso”. Si hacer arte con eso o no era una discusión que no requería una respuesta inmediata. Sin embargo, con el tiempo, la propia ciudad comenzó a dar sus propias señas sobre qué hacer, cómo enfrentar la contingencia y cómo hacer con ella una traducción, desde lo disciplinar, que permitiera ser coherente con el malestar reinante.
Luego del alza del 6 de octubre, durante las semanas previas al estallido, hubo una serie de provocaciones de las autoridades, desde el ministro de Economía, Juan Andrés Fontaine, que celebró la medida y, destacó, a modo de consuelo, que los precios del Metro se reducirían en horario bajo: «Quien madrugue puede ser ayudado a través de una tarifa más baja», fue una de las desafortunadas citas y que aludía a ese viejo refrán “el que madruga dios lo ayuda”. Ésta se sumó a otras citas igual de violentas, reproducidas por diversos ministros y que fueron caldeando los ánimos, generando una especie de olla a presión, una tensa calma llena de una violencia inexplicable.
La noche del 18 de octubre de 2019 Jatz iba a realizar el quinto concierto de Las Metamórficas, una serie de tres conciertos anuales que venía reproduciendo en el Zócalo del MAC: “la sala tiene una resonancia de 10 segundos, lo que transforma considerablemente los sonidos. Cada concierto presentaba un fenómeno musical distinto, valiéndose de las condiciones del espacio”, explica sobre la obra. Ese día, todo estaba dispuesto para recibir al público, pero a las cuatro de la tarde ordenaron cerrar el museo. “Ahí entendimos que algo importante estaba sucediendo afuera. En un sentido personal, el estallido fue una manera radical de derrumbar la cuarta pared entre la obra y la vida: la bulla estridente que iba a tomar lugar bajo tierra dentro del museo se apoderó de la superficie y se prolongó durante meses”.
El sonido se transmite a través de cualquier medio, ya sea sólido, líquido o gaseoso, pero jamás en el vacío. Cuando se produce una vibración sonora, el sonido no llega a nuestros oídos de inmediato, sino que tiene que encontrar un camino para hacerlo. Luego del alza, el llamado a evadir, las desafortunadas palabras de Fontaine, el llamado a ducharse en tres minutos, que hizo la ministra de Medio Ambiente, Carolina Schmidt, o la piza que el presidente comía en medio de la revuelta, cimentaron el camino para que el sonido encontrará ese atronador estallido oído por todos: “Más que sonidos particulares, creo que tiene que ver con las relaciones entre los sonidos y sus fuentes. Algunas características de las que muchos fuimos testigos: por un lado, una energía desmesurada, como la bocatoma de un río que se levanta y expulsa su caudal sin freno. Respecto a esta imagen recuerdo dos cosas: como un presagio, el 17 de octubre de 2019 se rompió la matriz de agua junto al Museo de los Tajamares (museo que hoy parece una tumba) y también, la sorpresa de varios ríos del país que en esos primeros meses recuperaron su caudal de un momento a otro. Además, está la superposición de voces, la simultaneidad como rasgo distintivo del movimiento: no hay un foco exclusivo sino una confluencia multifocal de voces superpuestas, como un cúmulo estelar. Además, son voces diversas que suenan distinto, que se reconocen diferentes pero que coexisten sin anularse, independiente de las reglas establecidas del contrapunto y la armonía. Pienso en cómo las manifestaciones sucedieron en todo el país de manera simultánea, con todas las voces que eso conlleva. Pienso en la confluencia en la Plaza de la Dignidad de las bandas nortinas de bronces, las trutrucas mapuches y los parlantes eléctricos de la ciudad, todo de manera conjunta, como detonaciones de acordes públicos”.
El camino múltiple que desarrolló esta efervescencia popular se tradujo en canto, instalaciones, proyecciones, rito, conmemoración y celebración. La revolución fue oscilante, pendió entre la cruda violación a los Derechos Humanos y el carácter dionisiaco que tuvo la reunión. Las voces que se tomaron el espacio público, fue un coro que, en su diversidad, encontró las similitudes que le permitieron dar con la demanda. Un ejemplo de esto fue el trabajo desarrollado por la Barricada Sonora, colectivo que emergió del “llamado de Raúl Díaz Ojeda a la ‘tribu dispersa’ de músicos para formar una especie de Big Band Noise Callejera y tocar bajo el monumento de Manuel Rodríguez e improvisar libremente durante un par de horas en las manifestaciones”, relata Sebastián, “fue tal la respuesta de la tribu y otras personas que se sumaron que no hemos dejado de sonar desde entonces, incluso vía teleconferencia durante la pandemia. Somos muchas personas distintas y por lo mismo hay muchas visiones y maneras de entender la barricada. Yo me siento atraído por el hecho de que cualquiera puede sumarse, usando cualquier fuente de sonido, de cualquier manera, por el tiempo que desee, como un ejercicio práctico de anarquía a partir de lo sonoro. Esa apertura al caos y la capacidad de sostenerlo, junto al desborde, la redundancia, la espontaneidad y las sorpresas de la protesta civil instalada como un muro de sonido que se toma el espacio público, la ha vuelto un lugar de encuentro de producción colectiva que ha ido constituyendo también una comunidad de afectos y experiencia común del momento que nos ha tocado vivir”.
La multiplicidad de formas que tiene el sonido, reproduce también una diversidad de usos. “En términos físicos un sonido es una especie de estallido: una descarga de energía que se propaga por un medio hasta diluirse. En términos musicales, Bach, por ejemplo, no se propuso cambiar el mundo con un minueto del libro de Ana Magdalena, sino que tenía un propósito más pragmático e inmediato que era ofrecerle su música favorita a su segunda esposa para que pudiera interpretarla. Ahora, cada vez que alguien oye ese minueto o lo interpreta en un teclado su vida se ve transformada, quizás solo por unos minutos, unas horas o unos pocos días, pero sin duda su vida ha tomado un cause distinto, probablemente inexplicable del todo y con consecuencias difícilmente previsibles. Los sonidos musicales no dicen nada específico y son como el agua, adoptan la forma del recipiente. Caso aparte son las canciones que hablan con palabras y que de ese modo pueden aglutinar en torno a causas comunes. Pasó con Víctor Jara, Violeta Parra o Los Prisioneros durante el estallido. Entonces, los sonidos que acompañan estas palabras crean una especie de fisión interna entre sentido y sentimiento que se esparce entre la multitud”.
Como el agua o como un eco, el sonido es, quizás, una especie de espectro que transita por el ambiente. En nuestro país ese fantasma hoy está más presente que nunca. Según la Fiscalía Nacional, desde el 18 de octubre hasta enero del 2020, existen 31 personas fallecidas y hay 5.558 víctimas de violaciones a los Derechos Humanos por parte de agentes del Estado. De estos, 834 son niños, niñas y adolescentes. Chusca, agrupación de Jatz, junto a Fernanda Fábrega, Bernardita Pérez, y Goli Gaete, rescataron parte de las ondas que propiciaron el Estallido Social y que naufragaron por el aire, como espectros de cuerpos en suspenso, en un tránsito etéreo hacia el más allá que fue necesario hacer carne. Los sonidos de su trabajo son eso: una frontera con el ocaso de la vida, una invocación o guía para quienes el suspenso llegó como atropello. “Previo al estallido y producto de una invitación, quise trabajar finalmente con los jisei, que son poemas tradicionales de Oriente, escritos únicamente cuando el autor sabe que va a morir pronto. Son breves, como haikus o epitafios, y dejan una reflexión flotando entre la existencia y el desvanecimiento. Quería acompañarlos de tambores, platillos y velas, en una especie de rito funerario. Estaba trabajando en ello cuando llega el estallido y empiezo a notar que día a día va creciendo de manera ominosa una lista de muertos relacionados a lo que se había desencadenado. Entonces, ante otra invitación a participar de Estrategias Oblicuas en Franklin, decido abandonar los poemas japoneses y sustituirlos por los casos de muerte del estallido, como una manera de acceder a lo que estaba sucediendo”. El resultado de esto fue la pieza titulada “Personas que encontraron la muerte, aunque sabemos que son más” (2019), una suerte de manifestación del sonido ante la violencia, una respuesta a las preguntas cuándo, quién y cómo, teniendo como resultado un listado de sujetos que fallecieron desde el 18 de octubre, en medio de las protestas y exigencias de dignidad. Parte de la obra es una lectura que se intercaló con tres crescendos sucesivos de platillos y un bombo que golpeaba de manera continua al ritmo del kultrún. ¿Cuánto de lo que hoy se busca se encuentra en este sonido?
“Quisiera creer que mi metodología es justamente la del cambio y en ese sentido ni el estallido ni la pandemia han sido desafíos desconocidos. El principio general es seguir explorando, en un estado de curiosidad apasionada sin fin. Lo que sí surgió como un imperativo del momento fue la necesidad de descifrar lo que estaba pasando, lo que llevó a la formación del colectivo Chusca, quizás el trabajo más explícitamente político que he hecho. Siempre he entendido mi trabajo como una oportunidad no para hablar de política, sino para crear un momento donde las relaciones sociales, el uso del espacio, el modo de participar, etc. constituyen una situación política, entendida como una manera deseable de encontrarnos y coexistir. Componer no como el arte de ordenar sonidos, sino, también, de organizar un encuentro entre personas y contexto”, finaliza Jatz.